viernes, 16 de septiembre de 2011

Instantáneo - Capítulo 4



Después de comer decidimos deshacernos de mi madre y le propuse ir a tomar un café al centro de la ciudad. No había tenido demasiado tiempo para la reflexión final pero mi objetivo no me permitía dudar.

Así que me embarque en un viaje mental hacía una posible visión de futuro, en el que podía ver como todo terminaba bien y volvía a casa contento de dar un paso importante en mi vida, mientras Marta me miraba con cara de asombro durante los diez minutos que duró el trayecto hasta la mesa de la bonita terraza donde nos alojamos.

Bien abrigados y con una estufa de butano que nos acaloraba el cogote, empezamos a parlotear. Simples comentarios sobre lo divertida que había sido la comida, y lo deliciosa que estaba la carne a la parrilla que había hecho mi madre.

La cosa no estaba para echar cohetes y fue entonces cuando decidí envalentonarme, no podía seguir escuchando tonterías mientras tenía claro que quería terminar con todo aquello, era la hora del hasta luego, y todo comenzó con la frase mágica para las ocasiones.


  -   Marta, tenemos que hablar.

        -  ¿Qué pasa Martín?. Respondió con cara de preocupación.

  
    - Nada… bueno… que en los últimos días me he estado planteando lo nuestro. Ha pasado ya bastante tiempo, y realmente, no veo claro tener una relación estable con mi edad. Pronuncié con convencimiento juvenil.


  -  ¿Qué pasa? ¿Ya te has cansado? ¿ Ya no me quieres?. Eres un auténtico inmaduro. Exclamó ella indignada.
     
        - No es eso…si no que…

Se levantó de la silla de repente, y si antes había estado realmente simpática, ahora era perversa. Cogió el café con leche que había pedido hacía siete u ocho minutos y me lo tiró por encima. Suerte que había pasado ya todo ese tiempo, si no me quemaba la cara.

Mientras me apartaba los gránulos de azúcar de los ojos, me despreció con un “¡Que te den capullo!”, ahondando en ese capullo que sonó con todas sus vocales y todo su significado en mi cabeza. Se giró cogiendo el bolso, y ahí se terminó la escena, propia de mujeres al borde de un ataque de nervios.

Me quede perplejo, miré a ambos lados y me sentí el centro de atención comprobando que a la vez que miraba a la gente de mi alrededor, estos hacían que miraban para otro lado como si con ellos no fuera la cosa, y no se habían enterado.

Esperé esos cinco minutos de reposo, a ver si conseguía olvidarme poco a poco de la escenita. Imposible,  todos y cada uno de los allí presentes estaban esperando el siguiente movimiento.

Me levanté, ya con la mancha de café secándose en mi jersey rojo de lana, y me dirigí hacía la barra para pagar las consumiciones. Mientras sacaba un billete de cinco euros para pagar el café con leche y mi cocacola, al malnacido del encargado solo se le ocurrió decir si quería unas toallitas para secarme el jersey, que lo tenía manchado.

“¿ah, si?, pues no me había fijado”. Pensé irónicamente, y con una mirada de perro le dije “quédate con el cambio”, consciente de que era la primera y la única propina que iba a dejar en ese lugar.

Mientras volvía hacía casa para asimilar todo lo sucedido, me pasé por una tienda de ropa que cruzaba cada día sin haberme detenido allí jamás. Paré en el escaparate, y me decidí a entrar, en busca de un nuevo jersey.

Había poca gente, contaba con ello, y en la primera estantería, a la derecha de la puerta de entrada, estaban colocadas unas camisas de forro polar, bajo la vigilancia de un cartel de color rojo llamativo que anunciaba en letras a mano un “Oferta, camisas anti-frío a 10 euros”.

Encontré una de color negro, adecuada para el día que llevaba, y me la probé por encima de la camiseta interior que llevaba, que por suerte había quedado intacta.

Sin dudar ni un segundo, le quité la etiqueta a esa camisa en oferta, y me dirigí hacia la mujer que se hacía responsable de la tienda esa tarde, muy guapa por cierto.

Se la di, junto con un billete de diez que dejaba huérfana mi cartera, y me marché con gran convencimiento.

Saliendo ya de la tienda, me miré la mano derecha y todavía estaba allí el jersey manchado. Decidí en ese mismo instante que empezaba una nueva etapa,  una nueva camisa para un nuevo momento,  y no había mejor metáfora que esa para resetear mi cabeza en busca de nuevas experiencias sin ahondar en el presente, que justo en ese instante pasaba a formar parte del pasado.

Me acerqué a una papelera bien colocada al otro lado de la acera, y lancé la prenda, junto con todo lo que conllevaba. Era el último regalo que me hizo por Navidad.

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