Empezaba a anochecer. Ya se había alejado de toda la escena y era momento de detener su camino. Se sentó en una pequeña roca situada a lo alto de una llanura desierta.
Vestía con una camisa azul marino, que había quedado maltrecha, y llevaba unos tejanos desgastados y algo desgarrados en la parte posterior, acompañados de un cinturón de piel barata. Tocándose el cuello, descubrió que lucía una pequeña cadena metálica, con un cristo dibujado en la medalla que yacía enganchada a su hombro, a causa del sudor y polvo que manchaba su cuerpo.
Por el camino, pudo comprobar la gran fortuna que había tenido al salir prácticamente intacto de un accidente de ese calibre. Unos pequeños rasguños en el cuello y en el tórax eran las únicas cicatrices que podían demostrar que él había estado en ese tren.
Comprobó que lo único que llevaba en los bolsillos eran un billete de diez euros y un puñado de monedas que apenas hacían ruido al caminar. En el bolsillo derecho se amontonaban trozos de cigarros rotos en una pequeña cajetilla deformada por el golpe. Nada más.
No tenía comida, no tenía agua. Y en el horizonte no había señales de existir un pueblo cercano. Se levantó y siguió andando. Su misión había sufrido un cambio de planes. Ya no era necesario seguir huyendo, era el momento de encontrar algo para comer.
Siguió avanzando por el sendero, hasta ver a lo lejos una especie de escultura, de color oscuro, que se apostaba al final de la ladera. Se apresuró un poco, no estaba tan cerca como parecía, hasta que la pudo distinguir.
Tenía la forma de un toro bravo. Soltó una carcajada contundente, digna de haber salido recientemente de un psiquiátrico. Parecía que esa escultura le resultaba familiar, le tranquilizaba.
Repentinamente pudo escuchar el ruido de un claxon sonando repetidamente, que le hizo cambiar el gesto por completo. Rodeó al toro metálico por la parte derecha y se puso a correr gastando todas sus energías, en busca del origen de ese ruido.
Mientras seguía corriendo, algo descompasado, observó que ese ruido provenía de un coche que se marchaba a lo lejos del camino. A medida que se acercaba y ya visionando un sendero pudo ver a un par de pequeños jabalíes que marchaban por el arcén. Debían haber sido los causantes de dicho claxon.
Se detuvo justo en el centro de la carretera, recuperando la respiración, restaba agotado, y miró a lado y lado de la carretera.
A la derecha, la oscuridad de la noche con una luna menguante que iluminaba lo justo para distinguir la senda. A la izquierda las luces rojas a lo lejos, de ese coche que ya no lo iba a descubrir.
Bajó la mirada, sabiendo que había perdido una gran oportunidad y cabizbajo se acurrucó en un pequeño amontonado de hierba que había a dos metros de la vía.
Los párpados se le hacían cada vez más pesados y llevaba mucho cansancio acumulado después de haberse pasado toda la tarde andando, coronando en ese gran sprint final.
Acurrucado en el lugar, algo dolorido, se empezó a adormecer lentamente, como saboreando cada segundo de ese descanso sagrado. Pasó su brazo derecho por debajo del cuello para acomodarse, y esbozó una sonrisa de tranquilidad. Se sentía en un clímax que no recordaba, y los sonidos de los grillos impactaban en sus oídos como cantos celestiales que lo llevaban en volandas hacía el descanso eterno.
Habiendo llegado al punto del sueño, en el que llamas a la puerta de la inconsciencia, los grillos fueron callados por otro ruido más potente. Cada vez era más palpable, hasta llegar al punto de hacerle abrir los ojos. Giró la cabeza torciendo el cuello noventa grados y con los ojos muy cerrados observo dos luces blancas que lo enfocaban.
Se había estirado lo suficiente como para invadir el arcén con sus piernas, y en ese momento todavía no reconocía el vehículo que emitía esa luz deslumbrante, que, segundos más tarde propinó un ruido de frenos desgastados, y como se detenía lentamente para venirlo a buscar.
Algo más reconocible, se alzó a la altura del codo apoyando la tierra, y el conductor del camión rojo abría la puerta para rescatarlo. Se acercó a él con cara de preocupación y dijo en un correcto inglés con acento afrancesado:
- What are you doing where man?
No hubo respuesta, se quedó paralizado, entre el sueño, el cansancio y el shock del momento no cuajó gesto alguno. Entonces, el conductor lo agarró del brazo derecho colocándoselo en su espalda, y, a cuestas lo fue acercando hacía la puerta del copiloto. Lo subió lentamente, y consiguió adosarlo derecho en el asiento.
Una vez cargado, el camionero se montó de nuevo en su asiento y reemprendió su camino.
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