-¿Alguien podría salir a la pizarra y definirme la Transformada de Fourier compleja?, dijo el profesor.
Ante el silencio atónito del resto de estudiantes, y viendo que el maestro empezaba a poner cara de soberbia haciendo honor a su subjetiva superioridad me dispuse a levantar el brazo.
-Yo mismo. Respondí con decisión.
A medida que me levantaba de la silla, me acercó la tiza blanca que llevaba manchando la punta de sus dedos durante más de 30 años, y con cierto grado de confianza superficial causada por la presión del momento, escribí la respuesta en la pizarra.
Los resoplidos y las caras de sorpresa se empezaban a multiplicar a medida que terminaba la fórmula. Sentí un cosquilleo que simulaba la satisfacción de la victoria, y el profesor Navarro finalizó la escena con un “no deja de sorprenderme, señor Tena”.
Volví a tomar asiento, miré la hora en el reloj que estaba apoyado en la estantería de los libros de clase, y comprobé que ya tan solo quedaban cinco minutos.
En esos cinco minutos, la compañera que tenía al lado me hizo saber que estaba muy sorprendida por mi lección, y me propuso que se lo enseñara una tarde de domingo tomando un café calentito en el centro. Me negué, soy un hombre de retos, y cuando las oportunidades se presentan tan sencillas, no me motiva en absoluto su resultado, además, en las últimas semanas había engordado un par de kilos.
Justo en el momento en que la cosa se estaba poniendo fea, apareció la campana para salvarme, y me apresuré a abandonar el aula rápidamente.
Me puse la chaqueta, los guantes y mi bufanda de lana; las calles de Barcelona a principios de Febrero eran aptas para el ecosistema de los pingüinos, y crucé la puerta de la clase.
De camino a la estación de tren, no podía dejar de pensar en la cita que tenía aquella tarde, había quedado con Marta, la chica con la que llevaba siete meses saliendo, y no sabia como decirle que ya no quería seguir con ella evitando pasar más de media hora escuchando berridos y frases con punzón, capaces de hacerme recapacitar en ciertos aspectos de mi conducta y mi estilo de vida.
Y es que realmente, había pasado unos grandes meses junto a ella, pero ya se sabe, tener veinte años, un cuerpo cuidado y con éxito, y un estilo de vida muy alocado, no era compatible con dar fiabilidad a una relación esporádica que ya había durado demasiado.
Mientras la gente del tren me observaba con incredulidad, yo seguía practicando esa frase mágica para dejarlo todo y sentirme un buen chico. Era la escena típica de película americana en la que el chico con chaqueta desabrochada de equipo de fútbol, frente a un espejo y con mirada de “lo siento nena, pero no te puedo dedicar más tiempo” practicaba una y otra vez.
“He pasado unos grandes meses a tu lado, pero me tengo que centrar en los estudios”, “He recapacitado y creo que prefiero que seamos amigos”, o “ Lo siento pero soy gay” eran algunas de las grandes favoritas a ganar el Oscar a la ruptura más eficaz y menos sangrienta de los últimos tiempos.
Mientras seguía en mi mundo, se escuchó la voz robótica de la señora del tren anunciando la próxima parada y me amontoné en la puerta de salida segundos antes de que se detuviera definitivamente.
Recuerdo que cuando era pequeño, trataba de colocarme de los primeros para pulsar el botón verde, una de esas cosas que te hacen sentir importante a esas edades, y realmente, siempre que estaba en aquella situación, lo recordaba.
Saliendo ya del vagón me crucé con una profesora que había tenido en primaria, una tal MariJose o Mariajosé, no lo recordaba muy bien, y me invadió esa gran duda a la hora de cruzarme con alguien que era vanidosamente recordado.
¿La saludo ya?¿Me espero un poco?... ups, creo que todavía no me ha visto…a ver, creo que ya si, ¿Se acordará de mi?, porque con las pintas que llevo últimamente, y lo cambiado que estoy quizás ya…
- ¡¿Hola Martin?!, exclamó, la ya mayor, profesora de primaria.
- ¡Hola!, Marijo…Maria… ¡Señorita!, ¿Cómo está?, respondí yo con habilidad.
- Bien, hijo, bien, tratando de seguir haciendo que los chicos estudien y sean alguien el día de mañana. ¿Por qué tu ya eres un hombre de provecho verdad?, preguntó con una mirada, en la que en caso de respuesta negativa, hubiera optado por responder afirmativamente de todas formas…
Sí, ¡Claro!, estoy en Barcelona, haciendo un poquito de ingeniero. Contesté sabiendo que se sentiría orgullosa.
De repente, la cara de la señora, se empezó a poner color capote taurino, y fuí consciente de que estaba empezando a faltarle la respiración cuando se intentó hiperventilar con la mano derecha.
- ¿Esta bien?, pregunté algo atontado y falto de recursos.
No recibí contestación alguna, era evidente que la mujer necesitaba ayuda.
La agarré por el tórax para que no se cayera, intentando no llamar demasiado la atención, el andén estaba lleno de gente, y de momento el asunto seguía estando entre ella y yo. La intenté sentar en el banco que por suerte estaba situado a un metro escaso, acompañándola con unas palmaditas en la espalda.
Me senté a su lado y parecía que la mujer se sentía algo más aliviada.
- Gracias, hijo, gracias… Ya se sabe que con la edad…. Susurró agotada.
Esperé unos minutos a que volviera a su estado inicial. Ya es mala suerte que no sabiendo si saludar o no, me acabase pasando eso, pero que le íbamos a hacer, no iba a dejar a la mujer ahí, con el ataque respiratorio o lo que fuera eso.
En cuanto la vi algo recuperada, le pregunté si ya estaba todo bien, y partí de nuevo hacía casa, algo tarde, pero todavía a tiempo para que mi madre no se enfadara por llegar con la comida fría.
Volteando la calle anterior, de la anterior a la mía, consulté el reloj del móvil, comprobando si todavía estaba en el intervalo horario para llegar a casa sin problemas domésticos.
No, no lo estaba, y aceleré el ritmo de mis piernas al instante, como participando en una carrera olímpica de marcha, y logré llegar a la puerta de mi casa en 38 segundos exactos, entonces, piqué con el puño en la puerta tres veces.
- Hola cariño. Dijo mi madre con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Sabes quién ha venido a comer?
Justo en ese instante apareció al fondo del pasillo. Si, era Marta, y no, no esperaba para nada la visita. Más que nada porque ella y mi madre apenas se conocían de cuatro ratos que había pasado por casa.
- ¡Hola Martín!, dijo también sonriente.
Recuerdo esa comida como uno de los momentos más sobreactuados de mi vida, ¿Cómo hacer para que todo parezca correcto, sabiendo que en mi cabeza no lo está? Difícil pregunta, fácil ejecución.
Me mantuve como si nada fuera a pasar, hice las delicias de mis dos acompañantes contando lo que me había pasado hace un rato en el tren con la profesora, e incluso lo hice con gracia. La tarde con todo ello figuraba más complicada de lo que en un principio iba a ser, porque si una cosa he aprendido a lo largo de mi vida, es que los cambios de estado bruscos en poco tiempo son aún más complicados de gestionar.
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